A todos los sacerdotes, transfórmalos en Ti, Señor. Que el Espíritu Santo los posea, y que por ellos renueve la faz de la tierra.

martes, 13 de agosto de 2019

Jesús nos revela el secreto de un corazón abierto a la fraternidad, cuando dice: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)



EN LA TIERRA ESTAMOS DE PASO
Benedicto XVI, Ángelus del 12 de agosto de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de este XIX domingo del tiempo ordinario  nos prepara, de algún modo, a la solemnidad de la Asunción de María al cielo, que celebraremos el próximo 15 de agosto. En efecto, está totalmente orientada al futuro, al cielo, donde la Virgen santísima nos ha precedido en la alegría del paraíso. En particular, la página evangélica, prosiguiendo el mensaje del domingo pasado, invita a los cristianos a desapegarse de los bienes materiales, en gran parte ilusorios, y a cumplir fielmente su deber tendiendo siempre hacia lo alto. El creyente permanece despierto y vigilante a fin de estar preparado para acoger a Jesús cuando venga en su gloria. Con ejemplos tomados de la vida diaria, el Señor exhorta a sus discípulos, es decir, a nosotros, a vivir con esta disposición interior, como los criados de la parábola, que esperan la vuelta de su señor. «Dichosos los criados -dice- a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela» (Lc 12,37). Por tanto, debemos velar, orando y haciendo el bien.

Es verdad, en la tierra todos estamos de paso, como oportunamente nos lo recuerda la segunda lectura de la liturgia de hoy, tomada de la carta a los Hebreos. Nos presenta a Abraham, vestido de peregrino, como un nómada que vive en una tienda y habita en una región extranjera. Lo guía la fe. «Por fe -escribe el autor sagrado- obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8). En efecto, su verdadera meta era «la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hb 11,10). La ciudad a la que se alude no está en este mundo, sino que es la Jerusalén celestial, el paraíso. Era muy consciente de ello la comunidad cristiana primitiva, que se consideraba «forastera» en la tierra y llamaba a sus núcleos residentes en las ciudades «parroquias», que significa precisamente colonias de extranjeros (en griego, pàroikoi) (cf. 1 P 2,11). 

De este modo, los primeros cristianos expresaban la característica más importante de la Iglesia, que es precisamente la tensión hacia el cielo.

Por tanto, la liturgia de la Palabra de hoy quiere invitarnos a pensar «en la vida del mundo futuro», como repetimos cada vez que con el Credo hacemos nuestra profesión de fe. Una invitación a gastar nuestra existencia de modo sabio y previdente, a considerar atentamente nuestro destino, es decir, las realidades que llamamos últimas: la muerte, el juicio final, la eternidad, el infierno y el paraíso. Precisamente así asumimos nuestra responsabilidad ante el mundo y construimos un mundo mejor.

La Virgen María, que desde el cielo vela sobre nosotros, nos ayude a no olvidar que aquí, en la tierra, estamos sólo de paso, y nos enseñe a prepararnos para encontrar a Jesús, que «está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos».



SANTA CLARA

MODELO DE POBREZA Y HUMILDAD 
La pobreza de Clara es libertad, no sólo para seguir a Cristo, sino también para construir la fraternidad con los demás. Estos dos valores se encuentran significativamente unidos en el nombre primitivo «Hermanas pobres».

Según su ideal, el monasterio debe ser «un solo corazón en la caridad y convivencia fraterna» . Para que esto sea una realidad, es necesario renunciar al propio interés y placer egoísta, a la afirmación individualista de sí. Jamás habrá lugar para el hermano en un corazón soberbio y egoísta.
 Jesús nos revela el secreto de un corazón abierto a la fraternidad, cuando dice: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)




El mundo secularizado tiende a calcular el valor de una persona según lo que hace o produce. Considera estéril y despreciada una vida dedicada a la oración. Clara de Asís, en cambio, cree que la monja de clausura es «colaboradora de Dios mismo y apoyo para los miembros débiles y titubeantes de su cuerpo inefable»

Clara tiene razón. La fuerza de la Iglesia no está en la organización y en el activismo, sino en el Espíritu del Señor, que la sostiene y la hace fecunda. Y el don del Espíritu se obtiene sobre todo con la oración y el sacrificio. Dios escucha la invocación humilde, confiada y solidaria, en la que se expresa la pobreza radical del hombre ante él.

La monja que se consagra a Dios no se aparta de los hombres; al contrario, dilata su corazón, para abrazar con su oración de intercesión a la Iglesia y a la humanidad entera, especialmente las más graves necesidades espirituales y materiales. El Papa Juan Pablo II se expresaba así el pasado mes de enero ante la comunidad del protomonasterio de santa Clara de Asís: «Representáis a la Iglesia orante

No sabéis cuán importantes sois, escondidas y desconocidas, en la vida de la Iglesia, cuántos problemas y cuántas cosas dependen de vosotras».

¡Cuánta gratitud deberíamos sentir en Umbría hacia los numerosos monasterios que incesantemente llevan al Señor nuestras necesidades espirituales, que desde hace siglos acompañan el camino de nuestro pueblo y sostienen la acción pastoral de nuestras Iglesias!

ATENCIÓN VIGILANTE A LA SOCIEDAD

Hay un episodio de la vida de santa Clara que podemos considerar significativo de la atención vigilante con que las monjas siguen los acontecimientos humanos, incluso los seculares. Las tropas del emperador Federico II, dirigidas por Vitale di Aversa, asediaban Asís y saqueaban el territorio. La santa, preocupada y dolorida por la ruina de su ciudad, dijo a las hermanas: «Sería gran impiedad no llevarles el socorro que nos sea posible, ahora que es el momento oportuno. Id a nuestro Señor y pedidle con todo el corazón la liberación de la ciudad» (LCl 23). El asedio fue levantado y la ciudad liberada.

El episodio, en la situación de cambio y desorientación en que se encuentra hoy nuestro país, se convierte en un llamamiento a los hombres de buena voluntad, especialmente a los creyentes, para que no se encierren en la esfera privada, sino que adviertan la urgencia y el deber de un compromiso social y político serio en términos de servicio por el bien común.

Con confianza y esperanza os entregamos esta carta a todos vosotros, hermanos y hermanas, pero especialmente a las generaciones jóvenes. El mensaje de la bienaventurada Clara de Asís es siempre actual, porque es profundamente evangélico, y os invitamos a alabar al Señor en este centenario de la santa por las maravillas que ha obrado y sigue obrando a través de ella y de sus hermanas, a través de Francisco y de sus frailes, en nuestro tiempo al igual que en el pasado.

Sobre los monasterios de las Clarisas y sobre cuantos celebren con fervor el centenario inminente, invocamos la bendición de Dios con la fórmula misma de santa Clara: «El Señor os bendiga y proteja. Os muestre su rostro y tenga misericordia. Dirija a vosotros su rostro y os dé su paz. El Señor esté siempre con vosotros y haga que vosotros estéis siempre con él».

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