Evangelio según san Juan 17, 20-26
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, levantado los ojos al cielo, Jesús dijo:
"Padre, no te ruego solamente por ellos, sino también por todos lo que, creerán en mí gracias a su palabra.
Yo los he enviado al mundo, como tú me enviaste a mí. Por ellos yo me consagro a ti, para que también ellos se consagren a ti, por medio de la verdad. Pero te ruego solamente por ellos, sino también por todos lo que, creerán en mí gracias a tu palabra.
Te pido que todos sean uno lo mismo que lo somos tú y yo, Padre. Y que también ellos vivan unidos a nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste a mí, de tal manera que puedan ser uno, como lo somos nosotros. Yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a la unión perfecta, y el mundo pueda reconocer así que tú me has enviado, y que los amas a ellos como me a amas a mí. Padre, yo deseo que todos éstos que tú me has dado puedan estar conmigo donde esté yo, para que contemplen la gloria que me has dado, porque tú me amaste antes de la creación del mundo.
Padre justo, el mundo no te ha conocido; yo, en cambio, te conozco y todos éstos han llegado a reconocer que tú me has enviado. Les he dado a conocer quién eres, y continuaré dándote a conocer, para que el amor con que me amaste pueda estar también en ellos, y yo mismo esté en ellos".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
Sal 15
Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Yo digo al Señor: "Tú eres mi dueño, mi único bien".
Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
Señor, tú eres mi alegría y mi herencia, mi destino está en tus manos.
Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche instruye mi conciencia, Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha jamás fracasaré.
Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
Por eso se me alegra el corazón, hacen fiesta mis entrañas, y todo mi ser descansa tranquilo; porque no me abandonarás en el abismo, ni dejarás a tu fiel experimentar la corrupción.
Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
Me enseñarás la senda de la vida, me llenarás de alegría en tu presencia, de felicidad eterna a tu derecha.
Enséñanos, Señor, el camino de la vida
CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES CON OCASIÓN DEL JUEVES SANTO 1982
Queridos hermanos en el sacerdocio:
Desde el comienzo de mi ministerio de Pastor de la Iglesia universal, he deseado que el Jueves Santo de cada año sea un día de particular comunión Espiritual, para compartir con vosotros la oración, las inquietudes pastorales, las esperan as, para alentar vuestro servicio generoso y fiel, y para darles las gracias en nombre de toda la Iglesia.
Este año no os escribo una carta, sino que os envío el texto de una oración inspirada por la fe y nacida del corazón, para dirigirla a Cristo juntamente con vosotros en el día del nacimiento del sacerdocio mío y vuestro, y para proponer una meditación común que esté iluminada y sostenida por ella.
Que cada uno de vosotros pueda reavivar el carisma de Dios que lleva en sí por la imposición de las manos (cf. 2 Tim 1, 6), y gustar con renovado fervor el gozo de haberse entregado totalmente a Cristo.
Vaticano, 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor del año 1982, cuarto de mi Pontificado.
ORACIÓN
Nos dirigimos a Ti, Cristo del Cenáculo y del Calvario, en este día que es la fiesta de nuestro sacerdocio. Nos dirigimos a Ti todos nosotros, Obispos y Presbíteros, reunidos en las asambleas sacerdotales de nuestras Iglesias y asociados en la unidad universal de la Iglesia santa y apostólica.
El Jueves Santo es el día del nacimiento de nuestro sacerdocio. En este día hemos nacido todos nosotros. Como un hijo nace del seno de la madre, así hemos nacido nosotros, ¡Oh, Cristo!, de tu único y eterno sacerdocio. Hemos nacido en la gracia y fuerza de la nueva y eterna Alianza; del Cuerpo y Sangre de tu sacrificio redentor; del Cuerpo que es “entregado por nosotros” (cf. Lc 22, 19) y de la Sangre “que es derramada por muchos” (cf. Mt 26, 28). Hemos nacido en la última Cena y, a la vez, a los pies de la cruz sobre el Calvario. Donde está la fuente de la nueva vida y de todos los sacramentos de la Iglesia, allí está también el principio de nuestro sacerdocio. Hemos nacido junto con todo el pueblo de Dios de la Nueva Alianza que Tú, Hijo del amor del Padre (cf. Col 1, 3. ), has hecho un reino de reyes y sacerdotes de Dios (cf. Ap 1,6).
Hemos sido llamados como servidores de este Pueblo, que va a los eternos tabernáculos del Dios tres veces Santo “para ofrecer sacrificios Espirituales” (1P 2,5).
El sacrificio eucarístico es “fuente y cumbre de toda la vida cristiana”
Nos dirigimos a Ti, Cristo del Cenáculo y del Calvario, en este día que es la fiesta de nuestro sacerdocio. Nos dirigimos a Ti todos nosotros, Obispos y Presbíteros, reunidos en las asambleas sacerdotales de nuestras Iglesias y asociados en la unidad universal de la Iglesia santa y apostólica.
El Jueves Santo es el día del nacimiento de nuestro sacerdocio. En este día hemos nacido todos nosotros. Como un hijo nace del seno de la madre, así hemos nacido nosotros, ¡Oh, Cristo!, de tu único y eterno sacerdocio. Hemos nacido en la gracia y fuerza de la nueva y eterna Alianza; del Cuerpo y Sangre de tu sacrificio redentor; del Cuerpo que es “entregado por nosotros” (cf. Lc 22, 19) y de la Sangre “que es derramada por muchos” (cf. Mt 26, 28). Hemos nacido en la última Cena y, a la vez, a los pies de la cruz sobre el Calvario. Donde está la fuente de la nueva vida y de todos los sacramentos de la Iglesia, allí está también el principio de nuestro sacerdocio. Hemos nacido junto con todo el pueblo de Dios de la Nueva Alianza que Tú, Hijo del amor del Padre (cf. Col 1, 3. ), has hecho un reino de reyes y sacerdotes de Dios (cf. Ap 1,6).
Hemos sido llamados como servidores de este Pueblo, que va a los eternos tabernáculos del Dios tres veces Santo “para ofrecer sacrificios Espirituales” (1P 2,5).
El sacrificio eucarístico es “fuente y cumbre de toda la vida cristiana”
(Const. dogm. Lumen gentium, 11).
Es un sacrificio único que abarca todo. Es el bien más grande de la Iglesia. Es su vida.
Te damos gracias, ¡Oh Cristo!:
Porque nos has elegido Tú mismo, asociándonos de manera especial a tu sacerdocio y marcándonos con un carácter indeleble que capacita a cada uno de nosotros para ofrecer tu mismo sacrificio, como sacrificio de todo el Pueblo: sacrificio de reconciliación, en el cual Tú te ofreces incesantemente al Padre y, en Ti, al hombre y al mundo;
Porque nos has hecho ministros de la Eucaristía y de tu perdón; partícipes de tu misión evangelizadora; servidores del Pueblo de la Nueva Alianza.
2. Señor Jesucristo: Cuando el día del Jueves Santo tuviste que separarte de aquéllos a quienes habías amado “hasta el fin” (cf. Jn13, 1 ), Tú les prometiste el Espíritu de verdad, diciéndoles: “Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré” (Jn 16, 7).
Te fuiste mediante la cruz, haciéndote “obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8) y te anonadaste, tomando la forma de siervo (cf. Flp2, 7) por el amor con el que nos amaste hasta el fin; de esta manera después de tu resurrección fue dado a la Iglesia el Espíritu Santo, que vino y se quedó para habitar en ella “para siempre” (cf. Jn 14, 16).
El Espíritu Santo es el que “con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada” contigo (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 4).
Conscientes cada uno de nosotros de que mediante el Espíritu Santo, que actúa con la fuerza de tu cruz y resurrección, hemos recibido el sacerdocio ministerial para servir la causa de la salvación humana de tu Iglesia,
― imploramos hoy, en este día tan santo para nosotros, la renovación continua de tu sacerdocio en la Iglesia a través de tu Espíritu que debe “rejuvenecer” en cada momento de la historia a tu querida Esposa;
― imploramos que cada uno de nosotros encuentre de nuevo en su corazón y confirme continuamente con la propia vida el auténtico significado que su vocación sacerdotal personal tiene, tanto para sí como para todos los hombres;
― para que de modo cada vez más maduro vea con los ojos de la fe la verdadera dimensión y la belleza del sacerdocio;
― para que persevere en la acción de gracias por el don de la vocación como una gracia no merecida;
― para que, dando gracias incesantemente, se corrobore en la fidelidad a este santo don que, precisamente porque es totalmente gratuito, obliga más.
3. Te damos gracias por habernos hecho semejantes a Ti como ministros de tu sacerdocio, llamándonos a edificar tu Cuerpo, la Iglesia, no solo mediante la administración de los sacramentos, sino también y antes que nada, con el anuncio ,de tu mensaje de salvación” (Hch 13, 26. ), haciéndonos partícipes de tu responsabilidad de Pastor.
Te damos gracias por haber tenido confianza en nosotros, a pesar de nuestra debilidad y fragilidad humana, infundiéndonos en el Bautismo la llamada y la gracia de una perfección a conquistar día tras día.
Pedimos saber cumplir siempre nuestros deberes sagrados según la medida del corazón puro y de la conciencia recta. Que seamos “hasta el fin” fieles a Ti, que nos has amado “hasta el fin” (cf. Jn 13, 1).
Que no tengan acceso a nuestras almas aquellas corrientes de ideas, que disminuyen la importancia del sacerdocio ministerial, aquellas opiniones y tendencias que atacan la naturaleza misma de la santa vocación y del servicio, al cual Tú, Cristo, nos llamas en tu Iglesia.
Cuando el Jueves Santo, instituyendo la Eucaristía y el Sacerdocio, dejabas a aquellos que habías amado hasta el fin, les prometiste el nuevo “Abogado” (Jn 14, 16) “el Espíritu de verdad” (Jn 14, 17) esté en nosotros con sus santos dones. Que estén en nosotros la sabiduría e inteligencia, la ciencia y el consejo, la fortaleza, la piedad y el santo temor de Dios, para que sepamos discernir siempre lo que procede de Ti, y distinguir lo que procede del “espíritu del mundo” (1Co 2, 12), incluso, del “príncipe de este mundo” (Jn 16, 12).
4. Haz que no “entristezcamos” tu Espíritu (cf. Ef 4, 30)
― con nuestra poca fe y falta de disponibilidad para testimoniar tu Evangelio “de obra y de verdad” (1Jn 3, 18);
― con el “secularismo” o con el querer “conformarnos a este siglo” (cf Rm 12, 2) a cualquier precio;
― finalmente, con la falta de aquella caridad, que “es paciente, es benigna ... ”, que “no es jactanciosa ... ” y no “busca lo suyo ... ”, que “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera ... ”, de aquella caridad que “se complace en la verdad” y sólo de la verdad (1Co 13, 4-7).
Haz que no “entristezcamos” al Espíritu
― con todo aquello que lleva en sí tristeza interior y estorbos para el alma,
― con lo que hace nacer complejos y causa rupturas con los otros,
― con lo que hace de nosotros un terreno preparado para toda tentación,
― con lo que se manifiesta como un deseo de esconder el propio sacerdocio ante los hombres y evitar toda señal externa,
― con lo que, en último término, puede llegar a la tentación de la huida bajo el pretexto del “derecho a la libertad”.
Haz que no empobrezcamos la plenitud y la riqueza de nuestra libertad, que hemos ennoblecido y realizado entregándonos a Ti y aceptando el don del sacerdocio.
Haz que no separemos nuestra libertad de Ti, a quien debemos el don de esta gracia inefable.
Haz que no “entristezcamos” tu Espíritu.
Concédenos amar con el amor con el cual tu Padre “amó al mundo”, cuando entregó “su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16).
Hoy, día en el que Tú mismo prometiste a tu Iglesia el Espíritu de verdad y de amor, todos nosotros, uniéndonos a los primeros que, durante la última Cena, recibieron de Ti el encargo de celebrar la Eucaristía, clamamos:
“Envía tu Espíritu... y renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104, (103), 30), también de la tierra sacerdotal, que Tú has hecho fértil con el sacrificio del Cuerpo y Sangre, que cada día renuevas sobre los altares mediante nuestras manos, en la viña de tu Iglesia.
Te damos gracias, ¡Oh Cristo!:
Porque nos has elegido Tú mismo, asociándonos de manera especial a tu sacerdocio y marcándonos con un carácter indeleble que capacita a cada uno de nosotros para ofrecer tu mismo sacrificio, como sacrificio de todo el Pueblo: sacrificio de reconciliación, en el cual Tú te ofreces incesantemente al Padre y, en Ti, al hombre y al mundo;
Porque nos has hecho ministros de la Eucaristía y de tu perdón; partícipes de tu misión evangelizadora; servidores del Pueblo de la Nueva Alianza.
2. Señor Jesucristo: Cuando el día del Jueves Santo tuviste que separarte de aquéllos a quienes habías amado “hasta el fin” (cf. Jn13, 1 ), Tú les prometiste el Espíritu de verdad, diciéndoles: “Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré” (Jn 16, 7).
Te fuiste mediante la cruz, haciéndote “obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8) y te anonadaste, tomando la forma de siervo (cf. Flp2, 7) por el amor con el que nos amaste hasta el fin; de esta manera después de tu resurrección fue dado a la Iglesia el Espíritu Santo, que vino y se quedó para habitar en ella “para siempre” (cf. Jn 14, 16).
El Espíritu Santo es el que “con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada” contigo (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 4).
Conscientes cada uno de nosotros de que mediante el Espíritu Santo, que actúa con la fuerza de tu cruz y resurrección, hemos recibido el sacerdocio ministerial para servir la causa de la salvación humana de tu Iglesia,
― imploramos hoy, en este día tan santo para nosotros, la renovación continua de tu sacerdocio en la Iglesia a través de tu Espíritu que debe “rejuvenecer” en cada momento de la historia a tu querida Esposa;
― imploramos que cada uno de nosotros encuentre de nuevo en su corazón y confirme continuamente con la propia vida el auténtico significado que su vocación sacerdotal personal tiene, tanto para sí como para todos los hombres;
― para que de modo cada vez más maduro vea con los ojos de la fe la verdadera dimensión y la belleza del sacerdocio;
― para que persevere en la acción de gracias por el don de la vocación como una gracia no merecida;
― para que, dando gracias incesantemente, se corrobore en la fidelidad a este santo don que, precisamente porque es totalmente gratuito, obliga más.
3. Te damos gracias por habernos hecho semejantes a Ti como ministros de tu sacerdocio, llamándonos a edificar tu Cuerpo, la Iglesia, no solo mediante la administración de los sacramentos, sino también y antes que nada, con el anuncio ,de tu mensaje de salvación” (Hch 13, 26. ), haciéndonos partícipes de tu responsabilidad de Pastor.
Te damos gracias por haber tenido confianza en nosotros, a pesar de nuestra debilidad y fragilidad humana, infundiéndonos en el Bautismo la llamada y la gracia de una perfección a conquistar día tras día.
Pedimos saber cumplir siempre nuestros deberes sagrados según la medida del corazón puro y de la conciencia recta. Que seamos “hasta el fin” fieles a Ti, que nos has amado “hasta el fin” (cf. Jn 13, 1).
Que no tengan acceso a nuestras almas aquellas corrientes de ideas, que disminuyen la importancia del sacerdocio ministerial, aquellas opiniones y tendencias que atacan la naturaleza misma de la santa vocación y del servicio, al cual Tú, Cristo, nos llamas en tu Iglesia.
Cuando el Jueves Santo, instituyendo la Eucaristía y el Sacerdocio, dejabas a aquellos que habías amado hasta el fin, les prometiste el nuevo “Abogado” (Jn 14, 16) “el Espíritu de verdad” (Jn 14, 17) esté en nosotros con sus santos dones. Que estén en nosotros la sabiduría e inteligencia, la ciencia y el consejo, la fortaleza, la piedad y el santo temor de Dios, para que sepamos discernir siempre lo que procede de Ti, y distinguir lo que procede del “espíritu del mundo” (1Co 2, 12), incluso, del “príncipe de este mundo” (Jn 16, 12).
4. Haz que no “entristezcamos” tu Espíritu (cf. Ef 4, 30)
― con nuestra poca fe y falta de disponibilidad para testimoniar tu Evangelio “de obra y de verdad” (1Jn 3, 18);
― con el “secularismo” o con el querer “conformarnos a este siglo” (cf Rm 12, 2) a cualquier precio;
― finalmente, con la falta de aquella caridad, que “es paciente, es benigna ... ”, que “no es jactanciosa ... ” y no “busca lo suyo ... ”, que “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera ... ”, de aquella caridad que “se complace en la verdad” y sólo de la verdad (1Co 13, 4-7).
Haz que no “entristezcamos” al Espíritu
― con todo aquello que lleva en sí tristeza interior y estorbos para el alma,
― con lo que hace nacer complejos y causa rupturas con los otros,
― con lo que hace de nosotros un terreno preparado para toda tentación,
― con lo que se manifiesta como un deseo de esconder el propio sacerdocio ante los hombres y evitar toda señal externa,
― con lo que, en último término, puede llegar a la tentación de la huida bajo el pretexto del “derecho a la libertad”.
Haz que no empobrezcamos la plenitud y la riqueza de nuestra libertad, que hemos ennoblecido y realizado entregándonos a Ti y aceptando el don del sacerdocio.
Haz que no separemos nuestra libertad de Ti, a quien debemos el don de esta gracia inefable.
Haz que no “entristezcamos” tu Espíritu.
Concédenos amar con el amor con el cual tu Padre “amó al mundo”, cuando entregó “su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16).
Hoy, día en el que Tú mismo prometiste a tu Iglesia el Espíritu de verdad y de amor, todos nosotros, uniéndonos a los primeros que, durante la última Cena, recibieron de Ti el encargo de celebrar la Eucaristía, clamamos:
“Envía tu Espíritu... y renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104, (103), 30), también de la tierra sacerdotal, que Tú has hecho fértil con el sacrificio del Cuerpo y Sangre, que cada día renuevas sobre los altares mediante nuestras manos, en la viña de tu Iglesia.
Amen-
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