A todos los sacerdotes, transfórmalos en Ti, Señor. Que el Espíritu Santo los posea, y que por ellos renueve la faz de la tierra.

domingo, 1 de septiembre de 2019

«Dios nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor» (Ef 1,4)



De la Carta a los Romanos: «Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Alegraos con los que están alegres; llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios. A nadie devolváis mal por mal. Procurad lo bueno a toda la gente. En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo» Rm 12,14-18.


Dice san Francisco en su primera Regla: Los hermanos guárdense de calumniar y de contender de palabra; empéñense, más bien, en guardar silencio. Y no litiguen entre sí ni con otros, sino procuren responder humildemente. No se irriten, porque todo el que se irrite contra su hermano, será reo en el juicio. Y ámense mutuamente, como dice el Señor: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado (cf. 1 R 11,1-5).

Alabemos a Dios uno y trino, y presentémosle nuestras peticiones confiados en la intercesión de Jesucristo.

-Dios de misericordia, concédenos el espíritu de oración y de penitencia, y danos un verdadero deseo de amarte a ti y de amar a nuestros hermanos.

-Concédenos también ser constructores de tu reino, para que abunde la justicia y la paz en la tierra.

-Haz que sepamos descubrir la bondad y hermosura de tu creación, para que su belleza se haga alabanza en nuestros labios.

-Perdónanos por haber ignorado la presencia de Cristo en los pobres, los sencillos, los marginados.

-Perdona igualmente nuestros pecados de omisión por no haber atendido a tu Hijo en esos hermanos nuestros.

Oración: Señor, Padre santo, ayúdanos a librarnos de la seducción del pecado, a amarte en nuestros hermanos y a bendecirte por tu creación. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Catequesis de S. S. Benedicto XVI
en la audiencia general del miércoles 13-IV-2011
Queridos hermanos y hermanas:

En las audiencias generales de estos últimos dos años nos han acompañado las figuras de muchos santos y santas: hemos aprendido a conocerlos más de cerca y a comprender que toda la historia de la Iglesia está marcada por estos hombres y mujeres que con su fe, con su caridad, con su vida han sido faros para muchas generaciones, y lo son también para nosotros. Los santos manifiestan de diversos modos la presencia poderosa y transformadora del Resucitado; han dejado que Cristo aferrara tan plenamente su vida que podían afirmar como san Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Seguir su ejemplo, recurrir a su intercesión, entrar en comunión con ellos, «nos une a Cristo, del que mana, como de fuente y cabeza, toda la gracia y la vida del pueblo de Dios» (LG 50). Al final de este ciclo de catequesis, quiero ofrecer alguna idea de lo que es la santidad.

¿Qué quiere decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? A menudo se piensa todavía que la santidad es una meta reservada a unos pocos elegidos. San Pablo, en cambio, habla del gran designio de Dios y afirma: «Dios nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor» (Ef 1,4). Y habla de todos nosotros. En el centro del designio divino está Cristo, en el que Dios muestra su rostro: el Misterio escondido en los siglos se reveló en plenitud en el Verbo hecho carne. Y san Pablo dice después: «Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,19). En Cristo el Dios vivo se hizo cercano, visible, audible, tangible, de manera que todos puedan recibir de su plenitud de gracia y de verdad. Por esto, toda la existencia cristiana conoce una única ley suprema, la que san Pablo expresa en una fórmula que aparece en todos sus escritos: en Cristo Jesús.

La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado en que, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser semejantes a Jesús. El concilio Vaticano II habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido de ella: «En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria» (LG 41).

Pero permanece la pregunta: ¿cómo podemos recorrer el camino de la santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta es clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces santo, quien nos hace santos; es la acción del Espíritu Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma. 
Para decirlo una vez más con el concilio Vaticano II: «Los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron» (LG 40).

La santidad tiene, por tanto, su raíz última en la gracia bautismal, en ser insertados en el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, su vida de Resucitado. San Pablo subraya con mucha fuerza la transformación que lleva a cabo en el hombre la gracia bautismal y llega a acuñar una terminología nueva, forjada con la preposición «con»: con-muertos, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados con Cristo; nuestro destino está unido indisolublemente al suyo. «Por el bautismo -escribe- fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rom 6,4). Pero Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que conlleva; pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios













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