A todos los sacerdotes, transfórmalos en Ti, Señor. Que el Espíritu Santo los posea, y que por ellos renueve la faz de la tierra.

lunes, 24 de julio de 2017

La regla de oro del Reino gratuito consiste en no retener nada para uno mismo y en restituir todo a Dios mediante la acción de gracias:



«TENER EL ESPÍRITU DEL SEÑOR»
por Ignace-Étienne Motte, ofm

POBREZA Y ACCIÓN DE GRACIAS

La sed de apropiación cede el paso al espíritu de pobreza. El hombre aprende a recibirlo todo como don, a no cerrar los brazos aferrando lo que se le ha confiado, a reconocer que todo viene de Dios y a devolvérselo dándole gracias.

Las Admoniciones describen ampliamente esta actitud y la presentan como el fruto por excelencia de la acción del Espíritu Santo en el hombre: «Así se puede conocer si el siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor...» (Adm 12,1). El criterio indiscutible del dominio del Espíritu consiste en la no apropiación:

«Así se puede conocer si el siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algún bien, no por eso su carne se exalta, porque siempre es contraria a todo lo bueno, sino que, más bien, se tiene por más vil ante sus propios ojos y se estima menor que todos los otros hombres» (Adm 12).

La razón es muy simple: abandonado a sus solas fuerzas, el hombre pecador es incapaz por sí mismo del bien:

«Dice el Apóstol: "Nadie puede decir Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo"; y: "No hay quien haga el bien; no hay ni uno solo"» (Adm 8,1-2).

Así, pues, el bien no nos pertenece, le pertenece a Dios, que es «Todo Bien». Tener el Espíritu es dejar, con toda pobreza, que Dios haga el bien como quiera y no retener de ningún modo el bien que Dios hace. El primer fruto, el fruto esencial del Espíritu Santo consiste en abrirse a Dios mediante la pobreza. Se diría de buena gana: «Dichosos los que son pobres en el Espíritu Santo». La regla de oro del Reino gratuito consiste en no retener nada para uno mismo y en restituir todo a Dios mediante la acción de gracias:

«Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se le tributen y Él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las acciones de gracias y la gloria; suyo es todo bien; sólo Él es bueno»
(1 R 17,17-18).

MINORIDAD Y MISERICORDIA

No apropiarse de nada y dar a Dios lo que es de Dios, equivale también a hacerse pequeño ante los demás. A la voluntad de dominio del hombre carnal se opone el espíritu de minoridad.

«Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada» (2CtaF 47-48).

«Ser siervos y estar sujetos», escribe Francisco. Son los términos que él suele emplear cuando describe la minoridad
(por ejemplo, 1 R 16,7; 2CtaF 1; 2 R 12,4; Test 19...). Se trata de reconocer el señorío de Dios sobre el hermano, el plan de amor gratuito de Dios sobre él. Entonces uno se hace menor que el otro, se abaja ante él, hasta sus pies, por respeto, por veneración, para servir en él el designio de amor, para que viva.

¿No es ésta la actitud profunda de Jesús hacia los «que el Padre le ha dado»? Este increíble abajamiento del Hijo, asombroso eco del amor misericordioso del Padre, ha quedado indeleblemente grabado en la escena del lavatorio de los pies (Jn 13), que inspiró a Francisco su programa de vida y el nombre de su familia: «Todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro»
(1 R 6,3).

Tener el Espíritu del Señor Jesús consiste en incorporarse a la actitud de abajamiento del Hijo de Dios, que tomó la humilde condición de criatura para unirse al hombre en el vacío de su pobreza y transfigurarla con su amor. Cuando es abrazada por Jesús, la amargura de nuestra lepra humana se transforma en la dulzura de la misericordia de Dios.



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